JM GoerlichPor José María Goerlich Peset, catedrático y consultor académico en Broseta

Las últimas semanas hemos asistido a la renovación del debate sobre el llamado contrato único. Las declaraciones del Comisario europeo de Empleo, las reacciones frente a ellas y la toma de posición de algún relevante medio de comunicación han tenido este efecto, trayendo de nuevo a la palestra una propuesta que data de finales de la década anterior y que ha sido rechazada en las sucesivas reformas laborales que se han producido entre 2010 y 2012. Lo que se propone ahora no es, sin embargo, exactamente igual que lo que se propuso entonces.

En la formulación inicial, que se remonta a la primavera de 2009, el contrato no sólo era único porque sustituía las diferentes formas de contratación, indefinidas o temporales, existentes en aquel momento. Lo era también porque unificaba las causas de despido. De este modo, el contrato había de tener una indemnización creciente con la antigüedad –aunque no de forma uniforme sino escalonada–, cuyo pago permitía extinguir el contrato sin ulterior control judicial, salvo actuaciones empresariales contrarias a los derechos fundamentales. Esta característica daba seguridad a las decisiones extintivas de las empresas. Desde la perspectiva del mercado de trabajo, al situar la protección en un nivel intermedio entre la prácticamente inexistente dispensada a los trabajadores temporales y la hipertrofiada de los indefinidos, permitía salvar la segmentación existente reconduciendo todas las contrataciones al esquema del contrato indefinido. A la postre, aquél entraría en una dinámica más sana y los trabajadores contarían con protección desde el principio, aunque reducida.

El planteamiento puede ser sugerente. Pero tiene que hacer las cuentas con determinadas condiciones jurídicas que no pueden ser soslayadas. Tiene razón la Ministra de Empleo cuando rechaza la introducción del contrato único por resultar contrario al derecho al trabajo del art. 35.1 de la Constitución, sobre todo si, como corresponde, éste se interpreta conforme a los tratados internacionales ratificados por España. El convenio núm. 158 de la Organización Internacional del Trabajo sujeta las decisiones extintivas de las empresas a un principio de causalidad y obliga a que puedan ser revisadas en vía judicial. De este modo, la unificación de los efectos de todos los despidos no resulta aceptable: se hace preciso distinguir los procedentes –con o sin indemnización, según los casos– de los improcedentes –en los que procederá la readmisión o una indemnización superior–.

Ello explica que la propuesta se haya reformulado. En su versión de 2013 podrían establecerse indemnizaciones diferenciadas según el despido, tras su revisión judicial, fuera declarado procedente o improcedente. Lo que pasa es que, en estas condiciones, no se acaban de advertir las diferencias entre el nuevo contrato único y el contrato indefinido de toda la vida. O, mejor dicho, estas sólo pueden relacionarse con la cantidad de indemnización a satisfacer por las empresas en cualquiera de ambos casos. Hablamos, pues, de una nueva rebaja de las indemnizaciones por despido. En estos términos, es claro que la propuesta en ningún caso puede ser aceptada por los sindicatos, aunque es llamativo que también haya sido rechazada desde la patronal. Pero todo tiene su explicación. Las sucesivas reformas laborales, aparte un ligero aumento de la protección de los trabajadores temporales, han disminuido sustancialmente la de los trabajadores indefinidos no sólo por la reducción de las indemnizaciones por despido improcedente sino también por el aligeramiento del control causal en los despidos económicos. En este contexto, la situación no es ahora la misma que en 2009; cabe pensar que las empresas están más cómodas y han perdido interés en una iniciativa como ésta.

No es seguro, por otro lado, que la introducción del contrato único permitiera superar las disfunciones de nuestro mercado de trabajo. Es verdad que la tasa de temporalidad que lo caracteriza continua siendo la más elevada de Europa, aun después de que la crisis se haya cebado con los trabajadores temporales y que ello convierte la precariedad laboral en la principal fuente de flexibilidad para muchas empresas, con los consiguientes efectos de rotación de los trabajadores y de presión sobre las prestaciones por desempleo. Pero, aparte de que es seguro que las normas laborales no son las únicas responsables de estos fenómenos, no se alcanza a ver por qué un contrato único ha de acabar con él –o puede ser relevante en la lucha contra el preocupante desempleo juvenil– puesto que cabe suponer que su indemnización escalonada lo puede hacer funcionar como un contrato temporal en los primeros tramos.

De este modo, su única aportación habría de encontrarse en la posible racionalización de las normas sobre contratación laboral, que quizá necesiten algunos ajustes. Es verdad que el sistema no es, ni mucho menos, tan complejo como se ha venido sosteniendo: en la cifra de más de cuarenta figuras contractuales se están considerando también combinaciones–entre sí o en interacción con los incentivos para la creación de empleo– que carecen de toda relevancia aunque se codifiquen separadamente a efectos burocráticos o estadísticos. Es también cierto, con todo, que no es un prodigio de sencillez, que se ha complicado a raíz de las reformas y que admitiría algunas dosis de simplificación que podrían hacerlo más sencillo y acaso más operativo.

Cabría, de entrada, discutir si vale la pena mantener dos contratos indefinidos diferentes o unificarlos: después de todo, el contrato para emprendedores no es más que un contrato ordinario en el que no existe protección frente al despido durante el primer año. Llamando a las cosas por su nombre, un único contrato podría atender, pues, la finalidad que persigue. Y, si se quiere, otras diferentes puesto que el convenio 158 de la OIT las permitiría: ¿por qué no pensar en utilizar esta vía, por ejemplo, para promover la contratación de jóvenes o para facilitar el lanzamiento de nuevas actividades por las empresas? Lógicamente, ello debería ir acompañado de una paralela reconsideración de las garantías de los trabajadores afectados en la línea del escalado indemnizatorio que propugna el contrato único.

Sería posible asimismo repensar la vigente configuración de la contratación de duración determinada. Aunque desde el punto de vista teórico resulta ponderada, en su aplicación práctica no lo es en modo alguno. De un lado, aun existiendo muchas modalidades contractuales, su uso real se concentra en dos. Los contratos de obra o servicio determinado y eventual por circunstancias de la producción suponen, en este sentido, un porcentaje bastante superior al 80 % de las contrataciones registradas. Este predominio se debe a las características de nuestro sistema productivo pero también a las mayores posibilidades de uso injustificado de estas figuras. El hecho de que esta situación se perpetúe a pesar del paulatino incremento de los instrumentos de control habla respecto a su inefectividad en la práctica.

¿Por qué entonces no pensar en establecer un único contrato de duración determinada que, junto con el de interinidad, absorbiera las necesidades reales de carácter temporal? De nuevo, la desaparición de los requisitos causales habría de ser compensado con el establecimiento de otras garantías para los trabajadores que pueden ser más efectivas. No pienso sólo en el plazo. Sería necesario además moverse en el terreno de las relaciones entre este contrato temporal único y los indefinidos previstos para las prestaciones cíclicas –tiempo parcial, trabajo fijo discontinuo– y, sobre todo, establecer mecanismos efectivos para evitar la rotación de trabajadores en los puestos de trabajadores de la misma empresa.

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