Por MIGUEL BUSTOS RUBIO. Doctorando en Derecho Penal por la Universidad Complutense de Madrid Master en Derecho Público; especialidad en Derecho Penal (UCM) Licenciado en Derecho (UAM)

 De un tiempo atrás y hasta ahora hemos venido conociendo una serie de datos sobre el contenido de la reforma de Código Penal que quiere sacar adelante el Gobierno español. Debido a ello no pude evitar rescatar de la estantería un artículo del profesor Díez Ripollés (“De la sociedad del riesgo a la seguridad ciudadana: un debate desenfocado”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, 2005), que ya en otra ocasión estudié y utilicé en alguna investigación sobre el denominado “Derecho Penal de autor”. Artículo que, además de constituir un valiosísimo trabajo investigador, me hizo recapacitar ya no sólo sobre la pretendida reforma que actualmente se predica, sino, más en general, sobre hacia dónde está caminando el Derecho Penal español.

Si bien la reforma que nos espera ha sido el hecho determinante para encender todas las alarmas, la senda que transita el actual Derecho Penal viene caminándose desde hace ya tiempo. El conjunto de reformas efectuadas en los últimos años sobre el llamado Código Penal de la Democracia han hecho que éste se embarque en una dinámica que tiende a superar con creces el hasta hace poco indiscutido modelo de Derecho Penal garantista, sustituyéndolo por un modelo penal que podríamos denominar “de ultraseguridad ciudadana”.

Con tales reformas se pregona un cambio dual en el contenido del Derecho Penal: un cambio cuantitativo, dado que se demanda una mayor intervención penal, y un cambio cualitativo, porque se reclama que dicha intervención sea a su vez más efectiva. Se introducen así una serie de modificaciones en el actual sistema penal (cambios no sólo materiales, sino también procesales) nacidos de una perspectiva basada en la sintomatología social más inmediata (aquello de “legislar a golpe de titular”).

Claro que el Derecho Penal tiene que incorporar modificaciones que afronten los nuevos riesgos sociales; se trata de Derecho, una ciencia viva y cambiante. Claro que el Código Penal tiene que afrontar los nuevos comportamientos delictivos, las prácticas ilícitas derivadas de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, o la dificultad para atribuir responsabilidad penal a determinadas personas (por ejemplo, cuando el delito se comete en el seno de una organización criminal jerarquizada). Claro que sí.

El problema surge cuando lo anterior se utiliza como justificación y fundamento de las nuevas reformas penales, cuando el argumento de “las necesidades de la nueva sociedad del riesgo” se emplea para encubrir finalidades bien distintas, basadas en la percepción de inseguridad máxima por parte del ciudadano, derivada de la magnitud en la cobertura mediática acerca de crímenes sangrientos y otros sucesos altamente lesivos, para, en definitiva y simplemente, pasar a reformular (generalmente en el sentido de agravar) los tipos penales ya existentes.

Las reformas efectuadas sobre el Código Penal en los últimos años nacen de lo anterior. La realidad actual lo acredita: hoy el instrumento penal prevalece frente a cualquier otra vía jurídica, como el Derecho Civil o el Administrativo, que en muchos casos se revelan como instrumentos más idóneos para afrontar determinados problemas.

Hoy predominan nuevos e indeterminados bienes jurídicos, las estructuras típicas de simple actividad, los delitos de peligro abstracto, las leyes penales en blanco, y, en definitiva, se adelantan las barreras de punición en determinados hechos (por ejemplo, con una mayor sancionabilidad de actos meramente preparatorios). Y sobretodo, se tiende sistemáticamente a endurecer las penas, como si éste fuera el recurso mágico que todo lo soluciona; como si fuese el único y más idóneo método para enfrentarse al crimen.

Las reformas de los últimos años y las propuestas que hoy estamos conociendo no son más que un aquiescente interés de determinados sectores sociales por primero defender y después instaurar un modelo de expansión securitaria y un Derecho Penal cada vez más totalitario. La excusa de las “nuevas realidades sociales”, que de una u otra manera son el recurso preferido por el legislador para sustentar sus reformas (como así se desprende de la lectura de las Exposiciones de Motivos de las leyes aprobadas en los últimos años), no son más que una tapadera que oculta tras de sí unos, podríamos decir, intereses oscuros, pero que sin embargo cada vez parecen más claros.

No nos engañemos: las posturas que pregonan una mayor seguridad ciudadana y el consiguiente agravamiento de las penas no sólo tienen su reflejo en Estados Unidos, con sus Guantánamos y sus guerras obsesivas por la seguridad; también se ponen en marcha en España, con irresponsables propuestas como la denominada cadena perpetua revisable o medidas de control que pueden llegar a imponerse durante décadas, de forma, a veces, ciertamente indeterminada.

Estamos ante un Derecho, el Penal, sumamente maleable en manos de los operadores que lo manejan. Pero, ante todo, debiera primar la responsabilidad. Responsabilidad a la hora de proponer innovar en el contenido del Código Penal. Responsabilidad política, pero sobretodo jurídica. Responsabilidad para con el modelo garantista que antaño nos dimos; para asumir como propia la idea de que la seguridad no lo es todo, de que hay otros Derechos y principios que deben inspirar nuestro sistema. Sólo así podremos evitar un día llevarnos las manos a la cabeza, sorprendidos por hallarnos inmersos en un Derecho Penal totalitario, desigualitario, desproporcionado, e injusto.

 

 

 

 

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