Por Santiago Rodríguez Bajón, abogado senior de Cremades & Calvo-Sotelo.

El pasado 23 de octubre se publicaba en el Boletín Oficial de las Cortes Generales el texto del proyecto de Ley General de la Comunicación Audiovisual. Con este proyecto legal el Gobierno daba cumplimiento a su promesa, anunciada en el Consejo de ministros de 24 de junio de este año, de propiciar antes del fin de la presente legislatura la esperada y en buena medida necesaria modificación del marco jurídico del sector audiovisual.

El proyecto de ley presentado es el colofón a una serie de intervenciones legislativas previas y de carácter muy parcial en el referido sector, tales como la Ley 10/2005, de 14 de junio, de Medidas Urgentes para el Impulso de la Televisión Digital Terrestre, de Liberalización de las Televisión por Cable y de Fomento del Pluralismo; la Ley 17/2006, de 5 de junio, de la Radio y la televisión de titularidad estatal o las disposiciones más recientes y polémicas aprobadas en la Ley 8/2009, de 28 de agosto, de financiación de la Corporación de Radio y Televisión Española y en el Real Decreto-ley 11/2009, de 13 de agosto, por el que se regula, para las concesiones de ámbito estatal, la prestación del servicio de televisión digital terrestre de pago mediante acceso condicional.

Intervenciones parciales, pero altamente significativas, pues con cada una de las medidas adoptadas, especialmente con en las dos últimas normas aprobadas, se han dado pasos fundamentales para redefinir el modelo audiovisual español.

En concreto, cabe recordar que conforme a las mismas la televisión estatal pública ha sido excluida —como durante décadas han venido reclamando las televisiones privadas— del ámbito de la publicidad comercial y, por otra parte, los referidos canales privados han resultado expresamente autorizados para desarrollar un modelo de mixto de difusión en abierto y bajo acceso condicional.

Realizados estos cambios –tal vez lo más complejos desde un punto de vista político– ya sólo restaba la integración y el acabado de ese nuevo modelo en una refundición general del marco jurídico vigente.

La ley general del sector acude por tanto a ratificar el nacimiento de un modelo de negocio audiovisual diferente –como consecuencia de la evolución tecnológica y sociológica– y de compendiar, sistematizar, y reordenar un fragmentado marco normativo. El proyecto ha estado en mente de muchos ejecutivos. Nunca fue fácil para ninguno de ellos perfilar su contenido con el acuerdo, aunque fuera de mínimos, de todos los protagonistas del sector. A ello alude el propio proyecto en su exposición de motivos (“la falta de consenso ha impedido llevarla adelante”). Obstáculos inherentes a toda actuación de calado en un sector en el que convergen intereses de todo tipo. El esencial: la obligada garantía del derecho fundamental a la libre expresión.

De naturaleza menos esencial, aunque no por ello menos relevante, las considerables cifras económicas en juego (unos 1.500 millones de euros, son los ingresos en el último trimestre) o la configuración de un vehículo idóneo para el desarrollo de tecnologías innovadoras. Debe reconocerse en este Gobierno la firme voluntad de sacar adelante un proyecto de condicionado de tal modo; capeando o, cuanto menos, afrontando los temporales políticos y económicos a que pueda dar lugar. En todo caso, el texto presentado en las Cortes parece haber reunido el suficiente consenso.

También es preciso recordar que, si se tienen en cuenta anteriores borradores, incluso algunos muy lejanos en el tiempo, la ordenación del sector que hace el vigente proyecto no contiene ninguna sorpresa o, al menos ninguna novedad de gran calibre. Casi toda la ordenación contemplada ha venido siendo pergeñada durante la última década por los diferentes equipos ministeriales competentes en la materia.

La ley general audiovisual viene a ser el código que ha de regir la prestación de los servicios de televisión y radio, denominados ahora –la nueva Directiva 2007/65/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 11 de diciembre, así lo condiciona— servicios de comunicación audiovisual en su vertiente televisiva y radiofónica. El código, salvo en lo relativo al régimen de la Corporación Radio Televisión Española, que permanece en su ley específica, contendrá una reglamentación integral de los aspectos que a día de hoy configuran la prestación de los servicios audiovisuales y que actualmente se encuentran dispersas en más de una decena de disposiciones legales.

En síntesis, las materias que integran en el nuevo código audiovisual son las disposiciones generales o previas (principalmente constituidas por las definiciones legales); la regulación básica de la publicidad, la protección al menor y las obligaciones de promoción del cine europeo y nacional (materias que han integrado tradicionalmente el contenido de las llamadas Directivas de Televisión Sin Frontera).

Seguidamente, la ley general aborda (con carácter básico en lo que respecta al ámbito autonómico y local) el régimen jurídico de prestación de los servicios audiovisuales, así como la creación del Consejo Estatal de Medios Audiovisuales como entidad o autoridad independientes encargada de garantizar la correcta aplicación de la ley.

Desde un punto de vista técnico y tendiendo en cuenta las tendencias actuales en el sector, el resultado es muy correcto. El proyecto configura un texto legal bastante sistemático y preciso. La adaptación a nuestro derecho de la citada Directiva de medios audiovisuales de 2007 se lleva a cabo correctamente y, en general, salvo en la cuestión, que luego se abordará del régimen sancionador, desde una perspectiva técnica creo que pocas enmiendas podrán presentarse de naturaleza sustancial. En todo caso, no configura el proyecto de ley, en todo caso, un código precisamente liberal de la comunicación audiovisual. Para ello hubiera bastado con la simple con la declaración de los servicios de radio y televisión como servicios de interés general, añadiendo –tal vez– el establecimiento de un mínimo de obligaciones de servicio público.

El proyecto, si bien parte igualmente de la desintegración del concepto de servicio público de difusión (salvo en los servicios de titularidad estatal o autonómica), asume plenamente el clásico “intervencionismo amable” que Bruselas practica en la materia; un intervencionismo apoyado por diferentes colectivos que desde divergentes puntos de vista éticos y políticos terminan, paradójicamente, convergiendo en el mismo punto: el control de los contenidos emitidos. En la cúspide de ese control está el ya mencionado Consejo Estatal de Medios Audiovisuales —denominado en el proyecto con el acrónimo CEMA— del que se dice que es “el órgano regulador y supervisor del sector que ejercerá sus competencias bajo, como señala la exposición de motivos, “el principio de independencia de los poderes políticos y económicos”.

Esa independencia descansa en el nombramiento de los miembros del CEMA por el Congreso de los Diputados (mediante cualificada mayoría de tres quintos). Por supuesto, se le confiere poder sancionador y entre otras, tiene asignadas tareas tan poco tranquilizantes como la de garantizar “la participación de los colectivos y asociaciones de ciudadanos”. El porqué no se ha optado por otorgar estas funciones a la ya existente Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones constituyendo así una autoridad integral en el macro sector de las tecnologías de la comunicación es algo que no se explica en la exposición de motivos. Tiempo habrá en el debate parlamentario de conocer las razones.

En cuanto a las obligaciones y prohibiciones sobre contenidos, se denominan en la nueva ley bajo la categoría general de derechos del público (Capítulo I del Título II); derechos que, claro está, generan para los prestadores del servicio las correspondientes obligaciones. Los prestadores, no obstante, también aparecen expresamente como titulares de derechos (Capítulo II). Es en esta parte del texto legal donde se introduce la ya tradicional regulación sobre la publicidad y el patrocinio y que tantos quebraderos de cabeza —sanciones por exceso de publicidad— crea en la práctica a los operadores de televisión. En este apartado el futuro código audiovisual introduce también un relevante precepto que tiene por objeto regulación de la exclusividad sobre contenidos. Se con el fin de garantizar que determinados eventos queden al margen de tal exclusividad se acude —como ya hizo la Ley 21/1997— al concepto de interés general y al instrumento del catálogo de acontecimientos, que ahora tendrá que elaborar por el CEMA.

Sustancial es, como ya se ha adelantó, la configuración de los servicios de comunicación audiovisual como servicios de interés general prestados en libre competencia, quedando lo “público” y sus principios (una apretada síntesis de los ya contemplados en el histórico estatuto de la radio y la televisión) exclusivamente delimitado por los servicios audiovisuales titularidad del Estado, las Comunidades autónomas o las entidades locales.

La ruptura del servicio público para dar entrada a los servicios de interés general es algo que nos es familiar en las reformas legales de sectores estratégicos, como las telecomunicaciones (mediante la determinante Ley 11/1998) o el sector postal (Ley 24/1998). Desaparece, por tanto, al igual que los referidos sectores, la sujeción de los servicios al concepto y habilitaciones propias del servicio público. En general, ha de bastar la previa y simple notificación a la nueva autoridad (el CEMA) como requisito para la prestación de servicios audiovisuales. Es decir, se adopta la categoría jurídica de la denominada autorización generalizada, esto es, otorgada por la propia ley. No obstante, el caso de la televisión por ondas hertzianas se excluye de esa habilitación general, exigiéndose el otorgamiento expreso de una licencia habilitante. La justificación para ello es la consabida limitación del espacio radioeléctrico.

Significativa, y en línea con la reciente reordenación del citado espectro efectuada por el Real Decreto 863/2008, es la previsión de que las referidas licencias puedan ser objeto de transacciones, bajo determinados límites y condiciones.

No olvida el proyecto aludir a las tecnología audiovisuales más novedosas como la televisión en movilidad (para la cual también se exige licencia) o la Alta definición.

En cuanto a las tradicionales garantías de pluralismo a través de las limitaciones en la propiedad de empresas audiovisuales, la compleja regulación existente en la actualidad se sustituye por un modelo en apariencia más sencillo en el que la audiencia obtenida por la empresa operadora será determinante. En síntesis, la participación simultánea en varios prestadores resulta permitida, siempre y cuando esa acumulación no conlleve hacerse con una cuota de audiencia superior al 27 por 100. Otro de los tradicionales instrumentos para evitar el llamado efecto “ventrílocuo”, esto es, la obligatoria introducción en la programación de productores independientes, continúa vigente.

El articulado del texto se cierra con el consabido régimen de infracciones y sanciones. Sin duda alguna el que la parte que ha de despertar un debate más vivo. De alguna manera, se repite la cuestión que en su día planteo las previsiones sancionadoras de la ley audiovisual de Cataluña de 2005, pues el proyecto presentado contempla, entre las sanciones muy graves, la revocación de la licencia audiovisual o, en su caso, la extinción de la autorización general (la extinción, dice el texto legal, de la comunicación previa). Una previsión punitiva de enorme trascendencia en cuanto afecta, no debe olvidarse, a medios de comunicación con un gran poder de audiencia y, por tanto, no ajenos a las suspicacias políticas.

En sede parlamentaria será preciso debatir a fondo hasta dónde se quiere (o se puede) llegar en materia sancionadora. Tomando como modelo el régimen, análogo de las telecomunicaciones, fijado en la vigente Ley 32/2003, puede observarse que las sanciones de inhabilitación para la prestación de servicios están en todo caso limitadas en su duración (cinco años). En fin, son criterios y modelos que sin duda alguna deberán tenerse en cuenta en la correspondiente comisión legislativa a objeto de obtener un texto satisfactorio; exento de sospechas de inconstitucionalidad y que permita cumplir sus objetivos de manera, en cierto modo, flexible y adecuada al transcurso de los tiempos.

En ese sentido, un derecho sancionador que, atendiendo a las mismas pautas que Bergson propugnaba para la ética, sea capaz de adaptarse a la situación concreta, resulta el más adecuado en estos tiempos de obligaciones sumamente complejas de precisar. Deberá valorarse por ello la oportunidad de seguir el ejemplo de la ordenación audiovisual británica, su Autoridad independiente –Ofcom– y en especial su sistema de infracción y sanciones en el que la previa amonestación (un “aviso”) tiene un lugar preponderante.

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