Por Manuel Cobo del Rosal, Catedrático de Derecho Penal

 En el presente mes de julio, el Tribunal Constitucional se ha pronunciado con una sentencia, sumamente polémica y revocatoria de una resolución de otra, de la Salade lo Penal del Tribunal Supremo, que por mayoría ha sido revocada y sustituida, no sin cierta generosidad, podemos decir, por nuestro Tribunal Constitucional. Me refiero, claro está, al asunto denominado “Sortu”, que pretendía ser partido político y fue rechazado por la Salaprocedente del Tribunal Supremo, debido a sus vinculaciones que, según parece, obraban documentalmente en el procedimiento jurisdiccional.

Yo no voy ahora a tomar posición sobre el tema, ni a favor ni en contra, ni de la SalaSegundadel Tribunal Supremo ni menos aún del Tribunal Constitucional. La verdad es que una toma de posición personal e individual debería ser objeto de un estudio pormenorizado, no sólo de ambas resoluciones sino la totalidad del procedimiento seguido. Como consecuencia del fallo del Tribunal Constitucional anulando el anterior del Tribunal Supremo, se ha producido, y era perfectamente previsible, un cierto revuelo político y jurídico, sobre todo más lo primero que lo segundo.

Y terciando en la cuestión, nuestra Presidenta de la Comunidadde Madrid, Dña. Esperanza Aguirre, ha dicho, muy claramente, y ha reproducido la televisión, que “el Tribunal Constitucional debiera desaparecer y ser sustituido por una Sala del Tribunal Supremo protectora de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, es decir, de las llamadas garantías constitucionales”.

Dicha opinión no es ni mucho menos novedosa, pues ya enla Segunda República, con una Constitución perfectamente democrática, como lo fue la que rigió o pretendió hacer los avatares de tan desventurado régimen político, existió un Tribunal de Garantías constitucionales, desde luego con autonomía del Tribunal Supremo. Dicha experiencia, como todas las que se crearon enla Segunda República española, fue bastante atormentada y azarosa, aunque gozó de una general aceptación y se produjo con un nivel de prestigio y autoridad moral que podemos calificar de suficiente, sin temor a equivocación.

 La Constituciónde 1978, como es lógico y natural, se vió obligada a crear un órgano que fuese genuinamente su protector y aplicador del mayor calaje, valga la expresión. Por eso se dijo, en la Ley Orgánica de su desarrollo, que el Tribunal Constitucional era el “máximo intérprete de la Constitución”, lo que siempre me pareció una desmesurada oficiosidad, dado que siempre he sido partidario de la libertad interpretativa, como he puesto de manifiesto en infinidad de ocasiones.

Aquí, quizá, más que de “interpretación”, que no deja de ser una osada utilización de dicho término, debería haberse hablado en su día de “aplicación”, pues está claro hasta la saciedad que una cosa es interpretar la ley y otra muy distinta, aunque recorra prácticamente parejo camino, aplicar la Ley. No era necesario, por tanto, ni mucho menos, atribuirle el máximo rango hermenéutico, tamaña atribución ex lege, al citado órgano, por la anterior razón fundamental.

 Que aplique en última, definitiva y con total virtualidad, directamentela Constitución, lógicamente con esto último se debe estar de acuerdo. Pero, con el paso del tiempo, se han producido una serie de fallos del propio Tribunal Constitucional, cuando no de la Ley de su desarrollo, que ha llevado a un estrangulamiento del propio dictado del artículo 53.2 dela Constitución, reduciendo el denominado recurso de amparo, prácticamente a la nada o a la casi nada, más por razones de orden sociopolítico, en suma, de oportunidad, que por motivaciones seria y estrictamente constitucionales.

La angostura es tal que supone, desde luego y naturalmente, se puede decir lo que quieran, la práctica desaparición del artículo 161.1 b) de la Constituciónen relación con el artículo 53.2. Dicho estrangulamiento, valga la expresión, ha conducido, las más de las veces, a la muerte del pilar, a mi juicio el más importante que se le atribuyó al citado Tribunal Constitucional.

Más aún, quizá fuese y, a mi juicio lo era, la razón de su propia existencia: el recurso de amparo y el recurso de inconstitucionalidad. He entendido siempre y sigo entendiendo, que son los dos pilares esenciales, diría yo que vitales para la misma existencia del Tribunal Constitucional, su razón de ser. El propio Tribunal, por su comodidad o cicatería, o por la abrumadora carga que estoy seguro pesa sobre él, en cierto modo se ha negado a sí mismo, perdiendo su razón y sentido, más por comodidad que por otra cosa.

 A partir del desdichado tema “Rumasa”, que no era más que, en definitiva, una expropiación ilegal, que pudiera haber tenido una significación jurídico-penal en su tiempo, el Tribunal Constitucional comienza una zigzagueante aventura que le ha llevado por el sendero del deterioro, cuando no vulgar desprestigio. A ello hay que unirle la cuestión del nombramiento o renovación de sus magistrados, que como bien dice Esperanza Aguirre, puede, y así de hecho ocurre en muchos casos, no son ni magistrados, y lo que es peor, ni siquiera abogados.

Esto es, desconocen radicalmente lo que es la vida y la realidad palpitante de la aplicación del Derecho ante los Tribunales ordinarios. A lo más, en el mejor de los casos, tienen una formación puramente libresca, si bien se encuentran asistidos por una especie de colaboradores nunca expresados, que sin duda tienen un papel desmedido en la factura de sus resoluciones.

 No cabe la menor duda que, así las cosas, Esperanza Aguirre lleva razón. Mal que les pese a algunas opiniones que, perfectamente, se pueden mantener de contrario. Ya me ocupé de discrepar por escrito y críticamente de la opinión de mi buen amigo y por entonces Presidente del Tribunal Constitucional, Francisco Tomás y Valiente, sujeto pasivo de un ignominioso asesinato, en el tema de la renovación de los magistrados.

Inexplicablemente, la Constitución, que no es muy acertada, que digamos, en finura jurídica, utilizó un numerus clausus (doce miembros), según su artículo 159.1, debiendo haber dejado abierta la posibilidad de que pudieran ser dieciséis o dieciocho, o los que fueran necesarios con fundamento en la previsión de mero sentido común de la masificación de los recursos de amparo, sobre todo de amparo, que lógicamente se iban a producir con su creación.

 En un país como España, tan descontento con su administración de justicia, como se encarga de repetir insistentemente mi buen amigo y colega Amando de Miguel en sus estudios sociológicos, era razonable por demás dicha masificación por parte de los justiciables españoles, disconformes con las resoluciones judiciales. Por todo ello, nunca se debió operar con reformas que lo único que hacían era limitar el derecho, simplemente a solicitar el amparo constitucional, con una serie de subterfugios cuando no de evanescentes triquiñuelas, meras frases hechas, que no son más que una suma expresión de una reserva de poder absoluto para admitir o no los recursos que no les caigan bien o que necesiten de un estudio en profundidad, lo que tampoco se hace.

 Esperanza Aguirre, como digo, lleva razón. Y ahora que se está en una época de gravísima crisis, y que hay un partido en el poder con una mayoría absoluta parlamentaria, es buen momento para plantearse si se quiere mejorar o no el concreto sistema de garantías constitucionales y que el ciudadano español no se encuentre desamparado sino, antes al contrario, amparado y tutelado por los doce miembros, que podrían ser más, con la reforma consiguiente, de ese Tribunal o la creación de esa Sala de Garantías constitucionales que preconiza, con indudable acierto, nuestra Presidenta de la Comunidadde Madrid. Y, para lo que han hecho los que han pasado por él, que se estén calladitos que bastante han cobrado.

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