Desde que en 1948 inicié los estudios de la Carrera de Derecho y adquirí uso de razón jurídica, vengo escuchando las quejas, a las que inevitablemente he tenido que unir las mías propias, consecuentes a la salvo excepciones, podríamos decir endémica morosidad del quehacer procedimental de nuestra Administración de Justicia, de siempre achacada a la falta de medios. Tan habitual ha llegado hacerse este grave defecto en la función judicial, que es la propia Constitución Española vigente la que armoniza en su artículo 24 sobre «las dilaciones indebidas» en la tramitación procesal. Y cae ya en lo esperpéntico que el Código Penal, lejos de sancionarla, la haya estatuido en la atenuante sexta de su artículo 21.

Nunca he compartido del todo que sea la falta de medios la causa eficiente o única del retraso judicial, pues he conocido y he actuado en unidades judiciales morosas aledañas a otras eficientes y puntuales, y todas con los mismos medios.

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Sin remontarnos a los tiempos tan lejanos en que se creó la Justicia de Paz con el fin de separar la función judicial de la administrativa que conjuntamente ejercían los Alcaldes, lo cierto es que los Poderes Públicos competentes en la materia no han cejado en aportar remedios legales, materiales y personales con el loable propósito de corregir, y aún acabar, la demora procesal. No es preciso hacer listado de las leyes de procedimiento que se han promulgado desde el siglo pasado con el propósito de urgir y abreviar los procedimientos. Ni relación de las muchas oficinas judiciales que nueva planta que se han creado. Tampoco dejamos de valorar positivamente el sucesivo incremento de la plantilla de funcionarios adscritos al servicio de cada unidad, como de los medios materiales, incluso informáticos, con que se les ha dotado. Ni podemos negar las ventajas que todos ellos han proporcionado a los funcionarios en la prestación de su labor. Pero sí ha de destacarse que, no obstante, la demora en resolver los procesos, paradójicamente, continuaba pertinaz, lo que hacía que el gobernante de turno, ante el fracaso del último remedio puesto en práctica para resolver la tardanza, sin arredrarse por ello, reunía a su particular sinedrio de sabios y le encargaba que, estrujándose las meninges, le alumbrara un nuevo procedimiento de acabar con la modorra procesal.

Y así, con campanillas de aleluyas, rompió el silencio de los desesperanzados y atónitos españoles, a finales del último Milenio, una nueva Ley redentora, la 1/2000, que venía a renovar el enjuiciamiento civil, como ella misma voceaba sin rebozo de modestia, para «satisfacer la necesidad social de una justicia nueva»,… «más pronta, mucho más cercana en el tiempo»,… «que trae, por tanto, un conjunto de instrumentos encaminados a lograr un acortamiento del tiempo»,… «que se demore solo en lo justo, en lo necesario para la insoslayable confrontación procesal»,… «que la sociedad y los profesionales del derecho reclaman»,…».

¡Y tanto que lo veníamos reclamando! Pero lo triste del caso es que, después de diecisiete años de haber entrado en vigor la pretenciosa Ley de Enjuiciar, no obstante la algarabía y autobombo con que se nos presentó, seguimos esperando el advenimiento de esa Ley General de la Administración de Justicia, esa Ley mesiánica que resuelva los problemas que padece y que haga efectiva sin demora la constante y perpetua voluntad del Estado social y democrático de Derecho, que ha instaurado la Constitución española de 1978, de dar a cada cual lo que le corresponde, y que la citada Ley de enjuiciar las cuestiones suscitadas en la ciudadanía sobre materia civil, 1/2000, se jactaba en su preámbulo de venir a resolver, cuando no era más que un remedo disimulado de su homónima de 1981, revestida de crespones de pintados colorines al uso en la moderna informática.

Cierto que nadie puede acusar a nuestro gremio abogadil, como tampoco al de la procura, de haber contribuido a generar el amodorramiento judicial, pues a ambos, en todo momento y trámite se les ha exigido la observancia estricta y rigurosa de los términos y los plazos que las leyes establecen preclusivamente. Lo que significa que sus orígenes, casualidades y su perseverancia hay que buscarlas en otros lares, especialmente de puertas adentro de su propia Casa.

Sin embargo, bueno sería para contribuir al remedio de este mal, que a todos nos afecta y a todos interesa su superación, que, a pesar de nuestra probada ajenidad a su etiología y perduración, nos implicáramos bajo el patrocinio de nuestros Colegios Profesionales, coordinados por la dirección de los respectivos Consejos Nacionales, en la investigación de la efectiva causa de la perniciosa demora procesal, designando las comisiones de expertos necesarias, las que además determinen las medidas que las Instituciones competentes del Estado deban adoptar para que la Administración de Justicia funcione al ritmo temporal que las leyes imponen.

Y por si alguien considerara que nuestra propuesta de cooperación constituye una inmiscusión en los asuntos internos de la Administración General del Estado, de siempre muy susceptible en estos aspectos, me anticipo a rechazar este remilgo recordándole que las cuestiones que afectan a los Poderes del Estado conciernen y hacen mella, especial y principalmente, en el pueblo soberano del que aquéllos emanan, según estatuye la Constitución que nos rige. Y, teniendo en cuenta que somos, por naturaleza, por Ley y por Historia, los adalides llamados a patrocinar la defensa de la ciudadanía, a nadie debería extrañar que reivindiquemos el honor de ponernos a la cabeza del movimiento restaurador de la Justicia oportuna. Porque todos sabemos que una Justicia tardía, por muy justa que sea, ni justa es.


pro iustitia - diario juridicoAutor: Manuel Antonio Alvarez Hernández
Abogado colegiado 365, ejerciente y fundador de Alvarez Abogados Tenerife.

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