En una sociedad que evoluciona a velocidad de vértigo, donde los cambios se producen de una forma cada vez más acelerada y son a su vez más disruptivos, es un error pensar que la Administración Pública puede mantenerse a espaldas de esa transformación. Un sector público atrasado, reactivo al cambio y ajeno a la innovación, no solo no ejerce de motor de desarrollo, sino que resulta una rémora fundamental para él. Lamentablemente, a escala europea, no digamos a nivel mundial, España está lejos de las posiciones de liderazgo en lo que a innovación se refiere. Y quizás no sea casualidad (sino causalidad) que tampoco encabece los rankings relacionados con la modernización y profesionalización de la función pública. De hecho, y según el Informe sobre Competitividad Global 2017 elaborado por el Foro Económico Mundial, España se sitúa en el puesto 83 de los 137 países analizados en cuanto a imparcialidad de los funcionarios públicos. Y el Banco Mundial nos sitúa solo en la duodécima posición de la efectividad gubernamental en la UE-28. De forma explícita, la propia OCDE ha advertido de una excesiva rotación en puestos directivos públicos derivada de los cambios políticos, así como una estrecha dependencia y vinculación entre la política y la alta función pública.
Naturalmente, todo tiene una explicación en la vida, las cosas no ocurren porque sí, y si la situación de la función pública es la que es en nuestro país, posiblemente eso tiene mucho que ver con la intención del regulador en el tránsito de la dictadura a la democracia. Entonces, el gran objetivo fue permeabilizar la función pública a la dirección política, priorizando la calidad democrática sobre cualquier otra consideración y evitando que la alta función pública pudiera tener la tentación de erigirse en un gobierno en la sombra, ajeno e indiferente a las disposiciones de los legítimos depositarios de la voluntad popular. En resumidas cuentas, de lo que se trataba era de evitar una función pública tecnocrática hostil al gobierno democrático. Una intención absolutamente loable de la que sin embargo se acabó derivando un terrible problema para la eficacia gubernamental y para la confianza en las instituciones.
Ese problema no era otro que la politización de la función pública y la imposición de la confianza como el criterio determinante en la designación de los puestos directivos en la función pública. Un problema que se hizo especialmente notable en las comunidades autónomas, donde la función pública no tenía historia. Y por ello aunque los principios de mérito y capacidad eran los que teóricamente regían para la designación de todos los cargos públicos, la realidad habitual desde el primer momento fue la de la colonización política de la administración pública en sus niveles de mayor responsabilidad, en los que el mérito profesional fue sustituido por la confianza con el responsable político, lo cual produjo un doble problema: por un lado, el de la politización de la función pública, con la consiguiente merma de imparcialidad de la administración; por otro el de la funcionarización de la política, que convirtió la administración, de forma directa o a través de organismos públicos paralelos, en el gran empleador.
Contra esta situación, el regulador trató de actuar en 2015 con un Real Decreto Legislativo por el que se aprobó el Estatuto Básico del Empleado Público, el cual sentaba las bases para una regulación posterior de la figura del directivo público, de un modo similar a como lo hace el anteproyecto de la Ley de la Función Pública de Andalucía que ha presentado recientemente el Gobierno andaluz y que acaba de iniciar su tramitación. En lo que a la regulación del directivo público se refiere, aquel Real Decreto legislativo de 2015 luego fue desarrollado parcialmente por dos nuevas leyes también de 2015, pero la realidad es que el anunciado Estatuto del Directivo Público nunca llegó a presentarse y aprobarse, vacío regulatorio que ha limitado enormemente el desarrollo real de la figura del directivo público y su despolitización.
Aunque el anteproyecto de la Junta de Andalucía apunta sin duda en la dirección correcta, incorporando las recomendaciones que la OCEDE realiza para conseguir un sistema de dirección pública profesional que mejore la eficiencia de la función pública, es preciso aterrizar esas recomendaciones en un Estatuto del Directivo Público que acabe de cerrar todos los cabos sueltos. Y es que solo a través de una regulación que obligue de forma efectiva al reconocimiento del mérito en la selección, conceda autonomía al directivo público, vincule su permanencia a los resultados, garantice una evaluación vinculada a parámetros objetivos y establezca los alicientes y una retribución adecuada, lograremos proteger y reforzar a la alta función pública con las necesarias garantías de profesionalidad e imparcialidad.
No se trata en cualquier caso de algo que no tenga precedentes en el derecho comparado. Muy al contrario, en nuestro entorno, es muy reseñable el ejemplo del Senior Civil Service británico, una categoría singular del directivo público, que cuenta con un estatuto diferenciado, según el cual la selección de estos profesionales es realizada por un organismo independiente del servicio público que necesita cubrir el puesto, y todos están sometidos a un sistema de evaluación que evita cualquier permanencia en el puesto sostenida únicamente sobre criterios de lealtad o confianza políticas. De forma más cercana, en Portugal funciona desde 2011 una Comisión de Reclutamiento y Selección de Directivos Públicos que ha sido tomada como modelo por el anteproyecto de la Junta de Andalucía y que está permitiendo acabar en el país vecino con las dinámicas partidistas endogámicas y clientelares.
Profesionalizar la función pública, preservando la neutralidad de la administración, no solo es fundamental para mejorar la eficacia de la administración y el retorno de la inversión pública, sino también para recuperar la confianza del ciudadano en las instituciones y para permitir una nueva óptica de relación entre el sector privado y el público, basada en la colaboración y no en la sospecha. El sector público no solo se asocia de forma crucial con el bienestar, la salud y la seguridad de los ciudadanos, sino también con la innovación, el emprendimiento y la atracción de inversiones. Modernizar la administración pública es por tanto estimular nuestro desarrollo y un objetivo clave para nuestro futuro.
Autor: Francisco José Fernández Romero
Socio-Director Cremades&Calvo-Sotelo