Antonio Carlos Pereira-MenautPor Antonio-Carlos Pereira Menaut, Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Santiago de Compostela

Cuando se trata de debatir sobre autodeterminación, hacerlo en una narrativa jurídico-positiva está bien, pero luego viene la realidad: en las banderas de los rebeldes norteamericanos en 1776 no se leían preceptos legales sino Appeal to Heaven y Don’t Tread on Me. En efecto, también el derecho de secesión niega la premisa mayor de cualquier ordenamiento jurídico estatista: la capacidad de la constitución para generar una obligación política en el territorio que aspira a autodeterminarse. La Carta de las Naciones Unidas se propuso “fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de […] la libre determinación de los pueblos” (art. 1.2), pero pocos estados ven ahí un fundamento para la autodeterminación de una parte de su propio territorio (y no por casualidad, pues ese texto no lo promovieron unos pueblos sin estado sino unos estados favorables a la autodeterminación de las colonias de otro).

Prueba de que el derecho positivo llega hasta donde llega y no más es que si Quebec puede libre y pacíficamente intentar separarse, no es porque la Constitución de Canadá permita la secesión, que no permite (ni prohíbe, para ser exactos); o dicho de otra manera, no es porque el Derecho positivo canadiense encauce el asunto de una manera más satisfactoria que el de otros países. O tómese el caso de Escocia: si el conflicto sobre su independencia está siendo conducido pacíficamente no es porque la Constitución británica la reconozca, sino porque los actores políticos son anglosajones (y además de momento tienen el buen acuerdo de no judicializar el asunto).

Con todo, un Derecho positivo bueno es más útil que otro torpe o poco realista. La Constitución de Texas, ahora de moda, dice que “es un estado libre e independiente, sometido sólo a la Constitución de los Estados Unidos”, y que “la perpetuidad de la Unión depende de la íntegra preservación de [su] derecho al autogobierno” (art. 1.1), con lo que da pistas para saber cuándo se activaría el derecho de secesión. La Constitución alemana da muchas pistas en su relación con la UE; por un lado dice que Alemania es parte de la Unión y cómo serán la UE y su Banco Central (arts. 23 y 88); por otro, traza unas líneas rojas que nadie, ni la UE, puede traspasar (art. 79.3). Su Tribunal Constitucional ha dibujado repetidamente más líneas rojas y mínimos de la estatalidad alemana, y ha dicho que Alemania podría, si quisiera, retirarse de la UE. (Advirtamos que aunque Karlsruhe ha articulado todo eso muy elaboradamente, para sonrojo de alguno de sus homónimos, nosotros no somos partidarios de judicializar problemas políticos).

En todos esos casos, uno se pregunta qué hay detrás. Hay una cultura jurídico-política de covenant, contrato o pacto que en España, hoy, apenas existe, ni encuentra mucha base en el texto constitucional. Una Constitución debe ser un pacto de límites con el poder: si éste los traspasa, cesará nuestra obligación política y quedaremos libres en proporción a la calidad y magnitud de la transgresión.

Pero, y si el poder respeta el pacto, ¿no se podrá activar el derecho de autodeterminación? ¿No cabe derecho a la secesión sin causa, sólo por libre voluntad de un pueblo? Dejemos aparte que si no hay causa, si ambas partes están felices, pocas veces se planteará la independencia. (Canadá estaba a gusto en el Imperio, pero la distancia y otros factores aconsejaban más y más autogobierno, y la política de Londres era preparar a las colonias para el autogobierno, sin excluir la independencia). Mi respuesta sería que sí. Pero esto nos obligaría a distinguir entre comunidades políticas basadas en el consentimiento y comunidades políticas basadas en la necesidad, personalistas y territorialistas, con competencia universal o competencias parciales, todo lo cual se quedará para mejor ocasión.

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