La irrupción de la inteligencia artificial (IA) en el ejercicio jurídico ya no es una hipótesis de futuro, sino una evidencia que exige una toma de posición inmediata. La discusión, sin embargo, no debería centrarse únicamente en la tecnología, sino en la actitud con la que la abogacía decide enfrentarse a ella. Transformar la IA en un reto individual de capacitación profesional es hoy la diferencia entre anticipar el cambio o padecerlo. Y esta distinción marca, cada vez más, quién seguirá siendo un profesional competitivo y quién quedará relegado a un papel secundario.
Asumir este reto implica, en primer lugar, una responsabilidad académica y una revisión honesta de las propias capacidades. La expansión de la IA en los procesos jurídicos no sustituye el conocimiento del derecho; lo complementa y lo potencia. Un jurista que comprende estas herramientas se convierte en un profesional intelectualmente reforzado, capaz de ofrecer análisis más profundos, respuestas más rápidas y servicios más pertinentes para un cliente cuyo nivel de exigencia se ha multiplicado. En cambio, quien permanezca al margen corre el riesgo de convertir su práctica profesional en un ejercicio anacrónico. Pero, ojo, es también al revés. Un jurista con dominio de la IA pero sin una profunda base intelectual y de conocimiento previo es un profesional sin lo fundamental y con un enorme riesgo de equivocarse. Quien quiera convertir la IA en el sustituto del estudio y la experiencia se equivoca. La IA es un herramienta poderosa, ciertamente, pero ayuda mucho al senior que al junior.
Para el senior es un apoyo fundamental en una cuestión clave: la gestión del tiempo. En un entorno donde el cliente vive inmerso en un flujo constante de información y donde las empresas operan bajo presiones de velocidad y eficiencia inéditas, la percepción tradicional del tiempo jurídico —analítico, pausado, secuencial— colisiona con la urgencia de la realidad económica. La tecnología se convierte así en un mecanismo para reconciliar ambos mundos. Automatizar tareas repetitivas, sintetizar grandes volúmenes documentales o generar primeras aproximaciones argumentales permite que el abogado dedique más atención a lo que verdaderamente diferencia su trabajo: la estrategia, el criterio y la interpretación. La IA no elimina la reflexión jurídica; la hace posible en un contexto donde el tiempo se ha vuelto un bien escaso.
Otro elemento esencial es la apertura hacia las titulaciones y disciplinas técnicas. La práctica jurídica contemporánea ya no puede sostenerse únicamente en el dogma normativo. La complejidad creciente de los asuntos —desde operaciones empresariales hasta el análisis de riesgos regulatorios— demanda equipos multidisciplinares donde conviven ingenieros, analistas de datos, especialistas en ciberseguridad o matemáticos. La mirada técnica no compite con el derecho: lo amplía. Incorporar herramientas de pensamiento propias de estos perfiles hace que el abogado no sólo interprete la norma, sino que entienda el sistema que la norma intenta ordenar. Esto no significa que la abogacía deba tecnificarse por completo, pero sí que debe aprender a trabajar de manera natural con profesionales cuya lógica operativa es distinta pero complementaria.
En este contexto emergen nuevos perfiles profesionales que permiten ofrecer servicios jurídicos inéditos. La consultoría basada en datos constituye uno de los campos donde la convergencia entre la abogacía y el análisis estadístico es más visible. Consejos de administración, administraciones públicas o departamentos de cumplimiento demandan ya diagnósticos basados en información estructurada, no únicamente en interpretaciones cualitativas. Los despachos que incorporan especialistas en analítica avanzada están desarrollando productos que hace pocos años eran impensables: modelos predictivos de riesgo, simulaciones regulatorias o mapas de impacto normativo. La abogacía, así, se aproxima a la consultoría estratégica y se inserta en la toma de decisiones antes de que surja el problema jurídico.
Esta evolución no debería interpretarse como una amenaza, sino como una oportunidad histórica. Nunca antes la profesión había estado tan cerca del núcleo del funcionamiento empresarial, institucional y social. La IA permite al abogado convertirse en un profesional integral, con una capacidad de diagnóstico más amplia y una relevancia transversal en la estructura de decisión del cliente. Pero ello exige abandonar la visión defensiva ante la tecnología y adoptar una perspectiva de liderazgo.
La verdadera transformación no vendrá de las herramientas, sino de la voluntad de aprender. No se trata de “usar” IA, sino de comprender cómo redefine la relación entre el dato, la norma y la estrategia. Quien entienda este triángulo será el profesional que marque el paso en los próximos años. En definitiva, la abogacía se encuentra ante una decisión estratégica: integrar nuevas competencias que amplían su aportación o resignarse a un modelo que ya no responde plenamente a las necesidades actuales. La profesión jurídica, reconocida por su rigor interpretativo y su papel central en la defensa de derechos y garantías, dispone ahora de instrumentos que fortalecen su capacidad de servicio y aumentan su impacto. Aprovechar esta oportunidad dependerá de que cada profesional incorpore la IA como un elemento que potencie su valor y no como un sustituto de su conocimiento y experiencia ni como una amenaza a su práctica.
Sobre el autor
Francisco J. Fernández Romero es abogado




