Por Emilio J. Zegrí Boada.
Zegrí + de Olivar + Ráfales Abogados Penalistas
La abogacía es una profesión libre e independiente. Los grandes principios que rigen la actuación del abogado, fidelidad, inviolabilidad, deber de guardar secreto profesional, son consustanciales a nuestra profesión y garantía del ciudadano frente al abuso de poder. Sin embargo, bajo la cobertura de la protección de la causa pública y el celo inquisitivo, es frecuente la tentación de bucear en los archivos de nuestros despachos.
Desde la Constitución, hasta nuestro Estatuto, pasando por la Ley del Poder Judicial y las normas penales, el ordenamiento español protegía al ciudadano, proclamando el deber del abogado de guardar secreto.
Pero la producción legislativa en transposición de directivas comunitarias, ha convertido al letrado en sujeto que viene obligado a velar, prevenir y comunicar, operaciones de sus clientes. Las Leyes 19/1993 y 19/2003 compelen al abogado a identificar a aquellos, examinar operaciones sospechosas de blanqueo, comunicarlas al Servicio, conservar documentos, establecer procedimientos de control, abstenerse de realizar operaciones supuestamente vinculadas y no revelar a clientes ni a terceros las informaciones transmitidas al Servicio.
Estas obligaciones solo nos son de aplicación cuando participemos en la concepción, realización o asesoramiento en transacciones por cuenta de clientes relativas a operaciones descritas en la ley. Son labores de asesoramiento o planificación de estructuras u operaciones determinadas, o actuaciones del asesor jurídico en nombre o por cuenta de alguien en transacción financiera o inmobiliaria.
Actuar como fiduciario del cliente no está en el Estatuto de la Abogacía. Cuando un letrado se inmiscuye en una transacción mercantil deja de serlo, ésta no queda amparada por el secreto profesional.
Cuando el abogado realiza una estructura societaria o planifica transacciones, si observa que se está cometiendo o se va a cometer un delito de blanqueo, es lógico que deba abstenerse. Resulta una redundancia absurda que la ley recuerde al profesional del derecho, que no debe planificar delitos.
No parece lógico que el abogado, al recibir a un potencial cliente y advertir riesgo de blanqueo, tenga la obligación de denunciarle con sigilo; esto es tanto como convertir el secreto, de fundamental propiedad del ciudadano y fruto prohibido para el Estado, en lo contrario, viaje demasiado radical de una cosa a su contraria. Aquí prima para el legislador la política criminal sobre el derecho fundamental, transformando al abogado de custodio del arcano en delator. Quiebra una clave de bóveda social, último reducto del individuo y se nos confiere un deber bochornoso.
La propia ley deja sin efecto las anteriores obligaciones para el profesional del derecho, cuando actúe analizando la posición jurídica de un cliente, o preparando o desempeñando su defensa en cualquier procedimiento. Menos mal. En estos casos prevalece sin cortapisas el secreto. Cuando el defensor sostiene la posición de su cliente en un procedimiento o la analiza a priori ante uno eventual, sí se cierra la llave del secreto. El conocimiento privilegiado del hecho sigue amparado por el deber de sigilo -que no omertá- tradicionalmente impuesto al letrado.