Por Santiago Monclús Fraga, Abogado responsable de las áreas de Derecho Mercantil, Societario y Concursal en SMF Monclús Abogados.

Si hace algunos años hubiéramos preguntado a personas ajenas al mundo jurídico por el concurso de acreedores, la mayor parte de ellas hubiera contestado con signos de evidente desconocimiento; a lo sumo, hubieran contestado “sí, la antigua suspensión de pagos”. De hecho, durante varios años, muchos de los operadores jurídicos no especializados seguían denominando al concurso como suspensión de pagos.

En apenas cuatro años, todo ha cambiado: actualmente, casi todo el mundo ya sabe, mal que bien, lo que es un concurso de acreedores. Incluso no es extraño, en conversaciones de bar, escuchar expresiones como “voy a tener que meter un 5.3” (o tras la reforma, “un 5 bis”), o acaloradas discusiones sobre el cómputo necesario para la aprobación de un convenio de acreedores.

El concurso de acreedores ha llegado a la vida cotidiana. No es extraño: los medios de comunicación informan de que clubs deportivos, entidades financieras, empresas del sector de la automoción, promotoras y constructoras, incluso notarías y farmacias, han entrado en concurso de acreedores. Quien más quien menos, todo el mundo conoce a empresas cercanas que están sufriendo la situación de concurso de acreedores, con todo lo que ello implica: expedientes de regulación de empleo, casi siempre extintivos, cientos de acreedores que no cobrarán sus créditos, y que a su vez se verán obligados muchos de ellos a declararse en concurso de acreedores, etc.

Frente a tal situación, el legislador ha reaccionado con dos reformas legislativas, la primera de ellas en marzo de 2.009, y la segunda mediante la Ley 38/2011, que entró en vigor el 1 de enero de este difícil año 2.012 que todos deseamos que llegue a su fin (aunque nadie nos asegura que 2013 vaya a ser mejor), y que supone, según se dice en su propia exposición de motivos, una reforma global, que sin alterar los principios esenciales de la Ley Concursal, pretende tanto corregir los errores detectados en la práctica, como colmar las lagunas existentes en dicha norma.

En cualquier caso, no es la finalidad de este breve artículo desarrollar ni el contenido de la reforma, ni el juicio crítico que la misma pueda merecer. Sino más bien, como apunta el título del mismo, reflexionar sobre la percepción que del concurso de acreedores tienen los empresarios y los ciudadanos en general.

Se ha escrito mucho en la doctrina sobre el estigma que siempre ha supuesto, en nuestro país, el hecho de encontrarse en suspensión de pagos, (o recientemente en situación de concurso de acreedores) a diferencia de lo que ocurre en otros países, donde dicha situación, al parecer, es percibida con mayor normalidad. Al fin y al cabo, que la empresa no pueda cumplir con sus obligaciones de pago, es el reconocimiento de un fracaso. O al menos así se ha percibido de forma mayoritaria hasta la actualidad. Por más que los teóricos del Derecho Concursal pretendieran lo contrario, apuntando que podía ser una solución para la empresa en crisis, lo habitual era (con las lógicas excepciones) que la empresa solicitara el concurso cuando no había más remedio, en situación prácticamente terminal.

En la situación de crisis generalizada que vivimos desde hace cuatro años (y cuyo fin todavía no vislumbramos), y como consecuencia de la generalización antes comentada de los concursos de acreedores, que parecen afectar ya de forma indiscriminada a todo tipo de empresas y particulares, con independencia de su magnitud, sector y cualesquiera otras circunstancias, la percepción del concurso de acreedores como estigma comienza, a mi juicio, a diluirse, pues incurrir en dicha situación no tiene por qué ser resultado de un fracaso individual, sino más bien el síntoma de un fracaso colectivo, de la crisis global que afecta a nuestra economía.

No es mucho, pero tampoco es poco: tal vez ahora, superando dicha concepción del concurso como fracaso, podamos avanzar hacia la concepción del concurso de acreedores como posible solución a los problemas de las empresas en crisis, empresas viables que ante situaciones de insolvencia transitoria (que no de quiebra definitiva: aquí tampoco existen los milagros) puedan encontrar mediante los mecanismos regulados en la Ley Concursal, los acuerdos de refinanciación, la suspensión de los embargos, o la posibilidad de alcanzar acuerdos con los acreedores a través del oportuno convenio (por citar sólo algunos de dichos mecanismos) la oportunidad para conseguir la que debía de ser la finalidad primordial del concurso de acreedores (aunque estadísticamente apenas se cumpla en un 5% de los casos): la continuidad de la empresa y, por ende, la conservación de los puestos de trabajo.

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