Por Emilio Beltrán. Director académico de Dictum Abogados, Catedrático de Derecho Mercantil de la USP-CEU .Vocal de la Sección Mercantil de la Comisión de Codificación
El Congreso de los Diputados, tras diversos vaivenes políticos inesperados, ha aprobado definitivamente la reforma de la Ley Concursal. Sin embargo, no parece que el nuevo texto vaya a solucionar aquellos problemas que, pese a las sucesivas reformas, se vienen arrastrando y que se refieren, principalmente, a la infrautilización del procedimiento concursal como modo natural de solución de la crisis empresarial, al escaso grado de satisfacción de los acreedores ordinarios dentro del procedimiento y a la insuficiencia de soluciones concursales convenidas, que trae como consecuencia que, en España, la inmensa mayoría de las empresas en concurso acaben en liquidación.
Esto es así porque, en primer lugar, el problema no es sólo legislativo, sino que es más profundo. La infrautilización del concurso de acreedores y el fracaso de la Ley Concursal revelan que existe un problema de concepción del concurso, que, probablemente, hunde sus raíces en un gravísimo problema cultural, de donde resulta que deudores y acreedores prefieren solucionar sus problemas por cauces ajenos al procedimiento legalmente establecido. Parece imprescindible un cambio de cultura concursal” de todos los participantes (deudores, acreedores, abogados, economistas, auditores, procuradores, etc.), que debe ser apoyado –cuando no propiciado- legislativamente. Resulta necesario desterrar la idea de que el deudor acudirá al concurso con el ánimo de defraudar a los acreedores y, en sentido contrario, hacer desaparecer por completo el “estigma del concurso”. Asimismo es obligado intentar que todos los acreedores, de modo especial los públicos, asuman el sacrificio inherente a toda insolvencia empresarial.
Por otro lado, ya en la práctica, nos topamos con los problemas del coste económico y temporal del concurso. La Administración de Justicia, sencillamente, no está preparada para asumir la tarea que la Ley Concursal le encomienda: la insuficiencia de medios de la Justicia impide tramitar los procedimientos con la agilidad necesaria para salvaguardar los intereses en juego. La reforma de la Ley concursal debió ir acompañada de otra reforma: la de los juzgados de lo mercantil.
A salvo estas consideraciones, el resultado de la reforma es agridulce, pues, en cierto modo, se agiliza y abarata el concurso, pero no se han abordado algunos problemas de fondo que lastran el concurso y que sólo eran salvables a través de una reforma de calado que ahondara en las concepciones básicas; nos referimos a cuestiones como a la profundización en la par conditio creditorum, que se lograría incentivando la ejecución colectiva sobre la individual, reordenando la graduación de créditos en beneficio de los acreedores ordinarios y reduciendo los privilegios, o, a la anticipación de la iniciación del concurso, íntimamente unida al clásico problema del presupuesto objetivo: es un hecho que, con demasiada frecuencia, los concursos se abren demasiado tarde, cuando las posibilidades de recuperación de una parte importante de los créditos y de continuación de la empresa en crisis han dejado de existir.
La reforma cumple así una función “ortopédica” que, si bien mejora técnicamente la Ley –matizando redacciones que daban lugar a interpretaciones discutidas-, no trae consigo verdaderas soluciones. También ha quedado fuera la tan demandada reforma del concurso del consumidor, aplazándose así la búsqueda de soluciones a la problemática del endeudamiento de familias y particulares.
De entre los temas fundamentales que sí se abordan –de forma positiva, en mayor o menor medida- pueden destacarse el desarrollo de los acuerdos de refinanciación y la composición del órgano de la administración concursal.
Los avances en materia de acuerdos de refinanciación son positivos porque permiten evitar el concurso de acreedores, al ofrecer una alternativa desjudicializada (sin los costes económicos y temporales de éste), pero su regulación es mejorable. Desde un punto de vista formal, en lugar de concentrar la materia en lo que bien podría ser un nuevo título, se establecen hasta ocho normas diferentes desperdigadas a lo largo del texto, algo que atenta contra la seguridad jurídica y que no tiene una explicación clara.
Desde un punto de vista material, se prevén en realidad tres momentos distintos con efectos diferentes, lo que generará inseguridades entre los operadores. En primer lugar, la simple comunicación al juez de que se están iniciando negociaciones para alcanzar un acuerdo de refinanciación, que enerva el deber del deudor de instar su concurso en caso de insolvencia (art. 5 bis). En segundo lugar, la conclusión de un acuerdo de refinanciación, en las condiciones ya señaladas en el Decreto-Ley 3/2009 y con el mismo único efecto, es decir, la irrescindibilidad concursal del acuerdo y de los actos de él derivados (art. 71.6). Por último, la homologación judicial del acuerdo, que exige que haya sido aprobado por el 75% de los acreedores financieros, en cuyo caso pueden paralizarse las ejecuciones, la espera pactada se extiende a todos los acreedores financieros, y se concede a los refinanciadores una –rocambolesca- preferencia por las nuevas entradas de tesorería en caso de concurso: los créditos serán en su mitad contra la masa (art. 84.2-11º) y en su mitad (concursales) privilegiados con privilegio general (art. 91-6º).
Con todo, el principal problema de la nueva regulación es la ausencia de previsiones que aseguren la seriedad del acuerdo y que permitan, en consecuencia, hablar de un verdadero procedimiento concursal alternativo. Entre esas previsiones, que la reforma ignora, destacan la exigencia de una convocatoria a los acreedores que deba ser aportada al juez desde el primer momento; la fijación, durante la negociación, de deberes tanto del deudor (que habrá de limitar su actividad) como de los acreedores (deber de secreto, deber de asistencia a las reuniones y deber de abstenerse de realizar actos dirigidos a mejorar su posición); la obligatoriedad de que el informe del experto sobre la viabilidad de la empresa sea favorable; la posibilidad de que el juez declare de oficio el concurso, en el caso de que no se presente el acuerdo en el plazo establecido, y una adecuada publicidad del acuerdo, que garantice la defensa de los derechos de los acreedores que no firmen el acuerdo mismo.
En cuanto al régimen de la administración concursal, que ha sido uno de los puntos más polémicos, la nueva Ley Concursal no lleva a cabo tampoco aquí un giro copernicano, pero avanza en la línea adecuada. Por un lado, establece como regla general el nombramiento de un solo administrador concursal. Además, exige que éste tenga formación acreditada en Derecho Concursal, cuando sea letrado, y especialización demostrable en la materia, si se trata de un economista, auditor o titulado mercantil, en sustitución del anterior “compromiso de formación”. En tercer lugar, introduce la posibilidad de que el cargo de administrador concursal sea desempeñado por una persona jurídica en la que se integren socios de las dos categorías (jurista o economista).
La sustitución de los administradores concursales por una sola sociedad de administración concursal abre una vía interesante no sólo por la evidente reducción de costes del concurso que implicará, sino por la posibilidad de que los jueces puedan nombrar para el cargo a sociedades realmente especializadas y se potencie la formación y profesionalidad del órgano.
Si se tiene en cuenta, además, que la reforma amplía, como parecía lógico, las funciones de la administración concursal, se comprenderá mejor la conveniencia de crear un estatuto de la administración concursal que consolide una auténtica profesión de administrador concursal, que sólo pueda estar integrada por personas, físicas o jurídicas, que cuenten con la experiencia, formación y capacitación suficientes para cumplir la función central del concurso.
Estas breves consideraciones sobre la reforma arrojan una conclusión clara: es de temer que la siguiente reforma de la Ley Concursal esté a la vuelta de la esquina.