La democracia es una forma de gobierno que concede a la mayoría el poder de tomar las decisiones que afectan al interés general. Pero al mismo tiempo es mucho más que eso. Es también un sistema político que protege el interés de las minorías, asegurando su participación pública, y es sobre todo un sistema que defiende y preserva los derechos individuales, garantizando que ningún poder público, por muy legítimo que sea y por muy amplia que sea la mayoría social en la que se fundamenta, pueda pisotear las libertades públicas y privadas. Dicho de otra forma, en una democracia hay derechos al menos tan sagrados como el derecho el voto, entre los cuales podemos citar el derecho a manifestar nuestra opinión, el derecho a decidir a lo que queremos dedicarnos y, en general, el derecho a hacer todo aquello que la ley no dice expresamente que no podemos hacer.
Todos esos derechos no los garantiza en sí mismos el derecho al voto, aunque desde luego sin derecho al voto acaban también perdiéndose, sino que dependen del sistema de justicia, el cual, para cumplir su función, debe ser necesariamente independiente de los dos poderes encargados de legislar y gobernar. Por eso, no hay democracia sin seguridad jurídica y no hay tampoco seguridad jurídica sin separación de poderes, aunque estos tres conceptos sean teóricamente diferentes. En efecto lo son y una cosa es que al gobierno lo elija la mayoría, otra que se cumplan las leyes y otra que el poder no esté concentrado en las mismas manos. Sin embargo, en la práctica, todo eso es lo mismo, y quien acepta la acumulación del poder basada en el principio mayoritario, acaba aceptando también la relatividad de la aplicación de las leyes y finalmente la supresión o adulteración de las elecciones como mecanismo de conformación de la voluntad.
Todo esto lo advirtieron grandes pensadores liberales, como Locke, Constant, Tocqueville o Isaiah Berlin, pero sobre todo lo ha confirmado la historia, y así puede atestiguarlo cualquier persona mínimamente informada sin irse demasiado lejos: basta con remitirse a los lamentables y recientes sucesos políticos en Venezuela (con un no menos oscuro protagonismo del Gobierno español y de esa infame diplomacia paralela encabezada por Rodríguez Zapatero). Y por eso atacar la separación de poderes y atacar a los jueces, como sistemáticamente se dedica a hacer el Gobierno de Pedro Sánchez, es socavar las libertades, la seguridad jurídica, el Estado de Derecho y la democracia.
En la Europa occidental se habla, desde hace décadas, de “Estado Democrático y de Derecho” e incluso de “Estado Democrático Social y de Derecho” como un concepto complejo y plural pero al mismo tiempo compacto, único e indisoluble. Implica que el Estado es, desde luego, garante de la soberanía popular, pero también de los derechos individuales e incluso de ciertos servicios públicos que se estiman esenciales para hacer eficaces estos derechos, como la sanidad y la educación. Que un Gobierno ataque la independencia y fortaleza del sistema de justicia bajo la bandera de la regeneración democrática, que incluso se enfrente y amenace de forma encubierta la actuación individual de algunos jueces, es como quien anuncia que quiere la paz con su vecino al mismo tiempo que lo agrede.
George Orwell le puso un nombre a esta fórmula, el “doblepiensa”, y es exactamente la que aplican Sánchez y sus socios. En la distopía que nos dibujó el brillante escritor inglés, el Ministerio de la Paz promovía la guerra; el Ministerio de la Verdad mentía; el Ministerio del Amor, torturaba; y el Ministerio de la Abundancia favorecía el hambre. En la distopía de Sánchez, la Información y la Transparencia significan Propaganda y persecución de los medios. La justicia imparcial es el nombre de la arbitrariedad y la discrecionalidad al servicio del Gobierno y de sus intereses, incluso de los personales de sus dirigentes y familiares. Y el significado real de regeneración democrática es el de acumulación de todo el poder en el Ejecutivo.
La izquierda radical tiene un amplio historial en la utilización espuria de la palabra democrática para justificar actuaciones que son autoritarias. Basta con recordar que la dictadura del proletariado se ‘vendió’ como una transición provisional a la verdadera democracia. Pero las cosas suelen ser como parecen, y, si el ataque a los jueces y a la prensa parecen medidas antidemocráticas es porque efectivamente son medidas antidemocráticas, por más que Sánchez y sus socios las presenten como lo contrario. Democratizar la Justicia, como frecuentemente se propone desde la izquierda más indocumentada, es muy fácil: basta con dejarla cumplir su función como poder independiente del Estado, con dejar en paz a los jueces permitiéndoles hacer su trabajo sin hostigarlos, y con preservar la meritocracia y la imparcialidad en su acceso a la función pública.
Pues no son los jueces a quienes tenemos que elegir por mayoría, ni es nada democrático que los jueces dicten sus sentencias en virtud de la opinión de la mayoría. Lo único realmente democrático es garantizar que los jueces puedan velar por la seguridad jurídica necesaria para que se respeten todas nuestras libertades, entre ellas, las de elegir el gobierno por mayoría. El Ministerio de Justicia que no promueva tal cosa no merecería otro nombre que el de Ministerio de Injusticia.
Sobre el autor
- Rafael Belmonte
- Diputado por Sevilla y Vocal de la Comisión de Justicia en el Congreso de los Diputados