La nueva Ley de Mediación: buscando la confianza del empresario
Con casi un año de retraso sobre el plazo marcado por la Directiva 2008/52/CE, el Gobierno aprobó el Real Decreto-Ley 5/2012, de 5 de marzo, de mediación en asuntos civiles y mercantiles (convalidado por medio de Resolución del Congreso de los Diputados de 29 de marzo de 2012).
El Real Decreto-Ley (y la Directiva) pretende establecer un marco que dote de seguridad jurídica a esta alternativa a los tribunales y al arbitraje para la resolución de disputas privadas, civiles y mercantiles, con el objeto de estimular su uso en España. Pero mientras la Directiva europea se refería únicamente a las disputas transfronterizas, la trasposición española ha aprovechado para extender la regulación a la mediación de disputas domésticas, lo que es de valorar positivamente.
La mediación es un procedimiento voluntario, informal y confidencial por el que un tercero neutral asiste a las partes para que alcancen por sí mismas un acuerdo satisfactorio, que deberá ser aceptado por ambas.
Centrándonos en las disputas mercantiles (y dejando al margen, por tanto, las disputas de carácter civil), las ventajas que para el empresario puede aportar la mediación son evidentes: se trata de un método de solución de disputas de coste reducido, rápido y confidencial que, generalmente, se centra en construir una solución que satisfaga a las partes en disputa y no en buscar, estrictamente, la razón jurídica de una parte sobre la otra. Se trata además de un sistema en el que los empresarios conservan en todo momento el control sobre el procedimiento y el resultado de la mediación: no es un tercero el que impone una solución a las partes, sino que son éstas las que, con ayuda del mediador, llegan a una solución satisfactoria para ambas, creándose, idealmente, una situación de “win- win”.
Los acuerdos que resultan de un proceso de mediación tienen, en buena parte de los casos, más de comercial que de jurídico y, en ocasiones, permiten la superación de una disputa sobre un (mal) negocio pasado con el acuerdo sobre (posiblemente buenos) proyectos futuros. Así, la mediación permite llegar a soluciones creativas y heterogéneas que serían impensables en sede jurisdiccional o arbitral.
Si una de las ventajas que habitualmente se pregona del arbitraje es que es un método de resolución de disputas que daña en menor medida que la jurisdicción la relación entre las partes en contienda, la mediación no sólo tiene entre sus finalidades preservar la relación entre las partes, sino, en ocasiones, generar negocios futuros. Todo ello minimizando los costes inherentes a la solución de la controversia y en un periodo temporal muy reducido.
¿Por qué entonces, pese a estas obvias ventajas, muy pocos empresarios españoles han venido contemplando, hasta la fecha, la mediación como una opción habitual para la resolución de sus disputas? Quizás la respuesta se encuentra a medio camino entre la desconfianza y el desconocimiento: en primer lugar, la falta de un marco regulatorio que permita al empresario despejar algunas incertidumbres jurídicas sobre aspectos básicos del proceso como su confidencialidad o el posible uso que se pueda hacer en un litigio futuro de la información y documentos que en él se produzcan. En segundo lugar, el desconocimiento del valor añadido real que la mediación puede aportar en comparación con la negociación directa entre las partes en disputa, valor añadido que tiene mucho que ver con las cualidades y experiencia del mediador.
El Real Decreto-Ley aborda estas dos preocupaciones. Por una parte, establece un marco jurídico mínimo (ya que los principios que rigen la mediación son los de la voluntariedad, la autonomía de la voluntad y la flexibilidad), pero que fija elementos esenciales como la confidencialidad, la imposibilidad de utilizar la información y documentos obtenidos en la mediación en un proceso judicial o arbitral posterior, la interrupción de los plazos de caducidad y prescripción, los requisitos de independencia e imparcialidad que deben exigirse al mediador o el carácter ejecutivo que puede otorgarse al mal llamado «acuerdo de mediación» (mal llamado, ya que la expresión «acuerdo de mediación» parece ser más apropiada para referirse al acuerdo de las partes para mediar, no al acuerdo resultado del proceso de mediación).
Por otra, el Real Decreto-Ley se preocupa de la formación de los mediadores, estableciendo como requisito que el mediador haya realizado cursos impartidos por instituciones debidamente acreditadas, y sienta las bases para la creación o desarrollo de instituciones dedicadas a la mediación.
Si bien la preocupación por la formación resulta positiva (y viene además impuesta por la Directiva), establecer como requisito legal para poder actuar como mediador la obtención de cierto título acreditativo resulta excesivo, especialmente cuando no se requiere contar con un título específico para desempeñar la función de árbitro (mucho más decisiva, ya que el árbitro, a diferencia del mediador, adopta una decisión vinculante, con efecto de cosa juzgada y reconocible y ejecutable internacionalmente a través del mecanismo de la Convención de Nueva York).
Debe señalarse, además, que esta exigencia que no viene impuesta por la Directiva, que se limita a exigir que los Estados velen por la calidad de las mediaciones, fomentando la formación. Otros países comunitarios han interpretando la exigencia de formación de mediadores sobre la base de la voluntariedad, la autorregulación y la responsabilidad de los mediadores y de las instituciones de mediación.
Y es que, si las partes tienen libertad para elegir libremente al árbitro que decidirá sus disputas, debe también otorgárseles la libertad de nombrar al mediador o neutral que consideren más adecuado para ayudarles a llegar a un acuerdo, con independencia de que este profesional ostente un título específico.
Y es que, comola propia Exposiciónde Motivos del Real Decreto-Ley reconoce, la actividad de mediación se despliega en múltiples ámbitos, requiriéndose habilidades que en muchos casos dependen de la propia naturaleza del conflicto. De ahí que no tenga mucho sentido pretender validar la actividad del mediador mediante la realización de unos cursos específicos que, por definición, serán incapaces de formar a los mediadores en todos los escenarios posibles de su actuación.
.Sí resulta positivo, en cambio, que el Real Decreto-Ley no exija a los mediadores su inscripción en un registro, como preveía el anterior proyecto de ley.
El Real Decreto-Ley establece como principio general la voluntariedad de la mediación, por lo que no se configura como requisito previo al acceso a la jurisdicción o al arbitraje. Se trata de una decisión acertada, ya que en estos momentos no se dan las condiciones sociales ni de medios para establecer su obligatoriedad, aunque sea limitada a ciertas disputas. Sí se establece, en cambio, que los jueces deberán informar de la posibilidad de la mediación a las partes incluso instándoles a asistir a una sesión informativa en aquellos casos en los que, por las características de la disputa, la mediación pueda suponer una buena alternativa.
Sin embargo, no se llega al extremo del sistema inglés, donde la actitud de una parte ante la mediación sugerida por el juez o instada de buena fe por la otra puede tener consecuencias futuras sobre las costas del procedimiento judicial, incluso hasta el punto de privar a la parte vencedora en el litigio de la posibilidad de recuperar las costas, por no haber tenido una actitud receptiva a la mediación.
Lo que sí constituye una audacia del Real Decreto-Ley es establecer la posibilidad de instar la falta de jurisdicción de los tribunales cuando las partes habían pactado someterse previamente a mediación. Se trata de una decisión polémica, que entendemos, pretende que el pacto de mediar no quede en papel mojado, por lo que se le refuerza con un arma tan poderosa como la posibilidad procesal de impedir la jurisdicción de los tribunales. Sin embargo, y teniendo en cuenta que el Real Decreto-Ley permite a una parte abandonar la mediación en cualquier momento y que, por su naturaleza autocompositiva, exige el acuerdo de las partes para que produzca algún resultado, quizás esta opción pueda parecer desproporcionada, particularmente cuando puede provocar el efecto no deseado de dotar a una parte interesada en dilatar la resolución de una disputa de una herramienta para ello.
Otro elemento discutible es la promoción de sistemas de mediación por medios electrónicos. Si bien los medios electrónicos podrán facilitar la gestión de algunas fases de la mediación, lo cierto es que para que una mediación produzca resultados positivos, parece imprescindible el encuentro cara a cara entre las partes implicadas y el mediador. El elemento humano, psicológico, es tan importante o más que el jurídico cuando se trata de resolver una disputa mediante una negociación asistida por un tercero, por lo que no parece que un procedimiento desarrollado íntegramente por medios electrónicos permita alcanzar la solución deseada.
De forma similar, se echa de menos mayor claridad a la hora de configurar las fases de la mediación, más libertad a las partes para adaptar el proceso de mediación a sus necesidades específicas y también la regulación de algunos aspectos claves obviados, como es la forma de designación del mediador, en caso de desacuerdo.
En todo caso, el Real Decreto-Ley, pese a algunos desajustes que podrán (esperamos) ser retocados en la fase de tramitación parlamentaria que se ha puesto en marcha tras su convalidación, constituye un importante paso para que la mediación empresarial comience a desarrollarse en España. En ella se contienen algunos elementos jurídicos necesarios para conseguir la confianza del empresario. Sin embargo, su éxito o fracaso dependerá en gran medida de los mediadores, su formación, experiencia y habilidad y de las instituciones que se lancen con un proyecto serio y contrastado a promocionar y gestionar mediaciones empresariales.