por Íñigo Elizalde Purroy Abogado/Lawyer de CUATRECASAS, GONÇALVES PEREIRA
Como informaba diariojuridico.com el pasado viernes, la Defensora del Pueblo interina, María Luisa Cava de Llano, anunció su intención de solicitar al Ministerio de Justicia que estudie con “toda seriedad y rigor” la inclusión del “despilfarro” del dinero público y su tipificación como delito en el Código Penal al objeto de “que entre todos dignifiquemos la clase política y demos respuesta a las demandas sociales tan justas, como claras y reiteradas en los últimos tiempos”.
La Defensora del Pueblo utilizó como pretexto principal para defender dicha solicitud el clamor popular y el hecho de que las deudas de las Administraciones Públicas gravarán a generaciones futuras. Ambos hechos son incuestionables. Se ha gestionado con poco rigor el dinero público y existe una gran demanda social de soluciones así como de asunción de responsabilidades por aquellos que nos han colocado en la difícil situación en que nos encontramos.
Sin embargo, de prosperar la iniciativa de la Defensora del Pueblo, no sería sino una muestra más de la improvisación que impera como peor ejemplo de técnica legislativa. La presión mediática exigiendo soluciones a los problemas sociales, en este caso la crítica situación de las arcas públicas, comporta con demasiada frecuencia que el legislador y el prelegislador –el Gobierno- tome atajos en forma de reformas del Código Penal. En palabras de KERNER, se olvida con demasiada frecuencia el principio de subsidiaridad del Derecho Penal, lo que puede conllevar la pérdida de la dignidad de esta rama del Derecho. En otras palabras, estamos ante la tan aludida “huida del Derecho Penal” y el quebrantamiento del principio de ultima ratio, con los evidentes riesgos que ello conlleva. La utilización del ius puniendi del Estado en una suerte de prima ratio siguiendo criterios puramente funcionales, es una desviación que se expresa más acentuadamente en el Derecho Penal Económico, de lo que esta iniciativa supone una muestra más.
Lo cierto es que deben agotarse todas las vías que ofrece el ordenamiento antes de acudir al Derecho Penal en búsqueda de una respuesta que se presente como contundente a los medios de comunicación y a la opinión pública. Lo que se ha venido a llamar “legislar a golpe de titular”, es demasiado frecuente en los últimos tiempos. Así, es indudable que muchos de los errores de que adolecía la Ley Orgánica 5/2010 de reforma del Código Penal tienen ese origen.
En el caso de la mala gestión de los recursos públicos por parte de los responsables políticos, deben buscarse soluciones en el ámbito de la intervención de las cuentas públicas, del límite del gasto, de la tasación de los cargos de libre designación, de control del despilfarro al que alude la Defensora a fin de cuentas, vía regulación administrativa. De ser así, en el supuesto de que se quebranten dichas normas administrativas ya existen en nuestro Código mecanismos suficientes de respuesta penal sin necesidad de introducir modificación alguna.
Por otra parte, antes de emprender una reforma legislativa como la que se está debatiendo, debe reflexionarse acerca de la existencia de resortes adecuados en el ordenamiento vigente que persigan el mismo fin que el buscado con dicha reforma, así como acerca de la eficacia de estos mecanismos. Por lo que respecta al gasto público, existe un órgano constitucional, el Tribunal de Cuentas, que de acuerdo con lo dispuesto en los artículos 136 y 153.d) de la Constitución, su Ley Orgánica y la normativa que la desarrolla, es el supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica del Estado, así como del sector público, sin perjuicio de su propia jurisdicción, y dejando a salvo las atribuciones fiscalizadoras de los Órganos de Control Externo de las Comunidades Autónomas. El Tribunal de Cuentas, en el ejercicio de su función fiscalizadora, debe comprobar si la actividad económico-financiera del sector público respeta los principios de legalidad, eficiencia y economía. Es evidente que el respeto escrupuloso a estos tres principios choca frontalmente con el despilfarro al que alude la Defensora del Pueblo.
Es en este punto donde despliega toda su eficacia la segunda función del Tribunal de Cuentas: la función jurisdiccional. Ésta consiste en el enjuiciamiento de la responsabilidad contable en que incurren los que tienen a su cargo el manejo de bienes, caudales o efectos públicos, y tiene por objeto lograr la indemnidad de los fondos públicos perjudicados, por malversación, por incorrecta, incompleta o nula justificación, o por otras causas o conductas. Si la actual regulación y práctica de éste órgano constitucional se ha mostrado incapaz de velar por el buen uso de los recursos públicos, quizá deba plantearse una reforma que refuerce o amplíe sus competencias.
En conclusión, aunque lo expuesto no sea políticamente correcto, no hay que olvidar que el Derecho no se guía –al menos no debería hacerlo- por criterios de corrección política o electoralismo. No podemos sino hacer un llamamiento a la serenidad y a la racionalidad, y oponernos a la propuesta de la Defensora del Pueblo por carecer de soporte suficiente desde la perspectiva criminológica y de política-criminal.
Cuando un artículo se inicia con el término «Defensora del Pueblo interina» toda lectura posterior, como así acaece, lleva a tomar con menos respeto y rigurosidad doctrinal el argumentario del compañero. La diligencia en la administración de caudales públicos debe exigir no sólo una posible persecución penal, sino una responsabilidad civil directa en el patrimonio del dirigente político. La limpieza en la actuación del servidor público y la escrupulosidad de su administración con caudales que genera tanto esfuerzo reunir y recaudar debe asegurarse por todas las vías. La penal también. Entra perfectamente en el ámbito punitivo. De hecho, hay conductas menos oprobiosas que se tipifican más alegremente que la administración negligente de los recursos públicos.