Por Ruth Benito Martín. Abogada (áreas civil y TIC). Abogados Ladreda

 

De acuerdo con la definición de la RAE un abogado es un “licenciado o doctor en derecho que ejerce profesionalmente la dirección y defensa de las partes en toda clase de procesos o el asesoramiento y consejo jurídico”. Como tal, su objetivo debe ser, por lo tanto, la mejor defensa de los intereses de su cliente, y para ello debe ser capaz de distinguir cuáles son estos intereses. Quiero decir con ello que estos juristas han de saber qué es aquello que realmente quiere el cliente, entendiendo “intereses” en un sentido amplio, no sólo lo tangible o económicamente cuantificable, aun en aquellos casos en que nos encontremos ante pretensiones o conflictos inicialmente de índole meramente económica.

 

Asimismo debe tenerse en cuenta no sólo lo que el cliente quiere respecto a la situación o conflicto sobre la que precisa la intervención del letrado, sino también lo que espera de éste. Sólo así el abogado estará en condiciones de ofrecer un servicio que se ajuste a las expectativas del cliente y/o de poder gestionar estas expectativas (obviamente si entra dentro de los parámetros en que ese profesional se mueva). Esto, así dicho, parece fácil y no lo es en absoluto. Colegas que reúnan estas cualidades son excepcionales y un ejemplo a seguir. Afortunadamente para mí puedo decir que tengo el honor de conocer a alguno.

 

En mi opinión, por lo tanto, la finalidad del letrado, en su condición de profesional de la abogacía, debe ser atender los intereses de sus clientes con el mayor grado de satisfacción posible para éstos. Todo ello, por supuesto, con observancia del Código Deontológico.

 

Pero el abogado no sólo es abogado, obviamente. Es persona (con sus propias circunstancias, condiciones, inquietudes e intereses), puede ser empresario, o trabajador por cuenta ajena, etc. Y bajo estas otras “identidades” tiene sus propios objetivos o ambiciones. Puede, en cualquier caso, desear éxito material, reconocimiento, fama y prestigio, trabajar menos, aumentar su sueldo, un puesto mejor, o sencillamente poder vivir de su trabajo. Aunque esto último parezca capcioso, lo cierto es que muchos profesionales de este país nos daríamos con un canto en los dientes si consiguiéramos tal cosa todos los meses. Estos intereses propios del letrado no son incompatibles con los de sus clientes. Al menos a priori.

 

Partiendo de estas premisas es fácil entender que el mejor abogado, en su sola faceta de tal, no lo es aquel que más éxitos logre para sí, pues tales éxitos no precisan coincidir con lo pretendido por sus clientes, sino el que mejores resultados y mayor satisfacción consiga para éstos. Podría pensarse que lo último lleva a lo primero, pero no necesariamente. Podemos encontrarnos ante un letrado “del montón” que ha levantado uno de los despachos más rentables del país y, por muy mediocre que sea como abogado, estará satisfecho si su aspiración era la de ser un destacado empresario.

 

Se trata de pura lógica.

 

Hay excelentes y buenos abogados, que consiguen que el cliente quede lo más satisfecho posible, que además ven cumplidas sus propias metas, sean éstas las que sean, y por lo tanto han obtenido el éxito por ellos deseado.

 

Existen, por desgracia, aquellos que, siendo buenos e incluso excelentes juristas, sin embargo, por diversos factores (entre los que, aunque personalmente considero que en pequeña medida, también se encuentra la suerte), no alcanzan sus propios objetivos, y por lo tanto es muy posible que experimenten frustración. Es habitual ver abogados que son grandes profesionales pero sus despachos no funcionan, no son rentables, por ejemplo por no saber cómo gestionar el negocio adecuadamente. Es más, muchos ni siquiera son conscientes de que su despacho es un negocio.

 

Tenemos letrados mediocres, malos, e incluso pésimos, que, en cambio, tienen el éxito que ellos desean, por ejemplo porque saben explotar otras cualidades. Ya se sabe: “unos cardan la lana…” He disfrutado de algún juicio en el que, previamente se me había advertido que fuera con cuidado porque el abogado contrario era buenísimo, y finalmente resultó ser un litigante nefasto y fácil de “vencer” (sin pretender yo ser ninguna “juristar”).

 

Dentro de este grupo, como de todo ha de haber en la viña del Señor, y esta profesión no es una excepción, además los hay que anteponen sus intereses a los de aquellos que les depositan su confianza. Estoy convencida de que, por suerte, son los menos, pero también he conocido personalmente a alguno. Los ejemplos típicos son los que arrastran a sus clientes a pleitos que, a todas luces desde el principio, se sabe que van a resultar infructuosos, pero ellos cobrarán su minuta igualmente. Por ejemplo reclamaciones de cantidad en las que el demandado está en paradero absolutamente desconocido y, lo que sí es verdaderamente preocupante, no existe bien alguno a su nombre.

 

Comentaba antes que no es fácil reunir todas las cualidades para ser considerado un gran abogado, pero, del otro lado, no lo es menos para el cliente saber distinguir en cuál de aquellos a los que consulte se encuentra ese magnífico profesional. Quizá en estas breves líneas pueda obtener alguna pista.

 

 

Ruth Benito Martín.

Dejar una respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.