Por Carlos Pavón, director jurídico de Iure Abogados
La actual situación de crisis económica generalizada en España está suponiendo una prueba de fuego para las medidas adoptadas en época de bonanza, ante un escenario de crisis empresarial.
En este sentido, la labor del abogado mercantilista, ya trabaje internamente en la propia empresa, como de modo externo, consiste en asegurar la suficiente cobertura jurídica para que, materializado el riesgo, pueda minimizarse el efecto de su impacto.
Así, la situación más dramática se observa en el escenario concursal, esto es, cuando la empresa deviene en situación de insolvencia y solicita su concurso de acreedores, poniéndose de manifiesto la ausencia de adopción por aquélla, en el momento oportuno, de las soluciones jurídicas que habrían paliado el efecto de su crisis.
Ya en la génesis del negocio, cuando el emprendedor adopta las primeras decisiones que marcarán el futuro de su empresa, se observan decisiones que no responden a una óptima gestión del riesgo.
De esta manera, si bien la constitución de una sociedad mercantil supone una decisión correcta, de cara a salvaguardar el patrimonio personal del empresarial, sujeto al riesgo inherente a todo negocio, más aún lo es la decisión de constituir varias sociedades, a través de las cuales articular los riesgos propios de la actividad empresarial.
La concentración en una única sociedad de todos los posibles riesgos del negocio, supone que toda la empresa en su conjunto asuma la eventualidad de que alguno pueda llegar a materializarse y afectar al conjunto de la empresa.
Una correcta división por sociedades de los factores productivos, estableciendo entre ellas unas normas de actuación, sujetas a la regulación de las operaciones vinculadas de la normativa tributaria, permitirá canalizar el impacto del riesgo materializado en daño en aquella sociedad donde se produzca, sin que pueda extenderse al resto de sociedades, salvaguardando con ello a la empresa en su conjunto.
Este modo de proceder supone la utilización de cortafuegos del riesgo empresarial, dotando de viabilidad al conjunto de la empresa, al canalizar el daño en la sociedad concreta donde se genere.
Pensemos, por ejemplo, en una situación en la que la empresa precisa reducir su plantilla laboral ante la caída del consumo de sus clientes. Este ajuste laboral puede suponer, en la práctica, una acción prohibitiva para aquellas empresas que no han configurado su estructura a través de diversas sociedades, al devengarse un importe por indemnizaciones que, en ocasiones, puede comprometer una parte sustancial del patrimonio empresarial.
Sin embargo, una correcta planificación del negocio, a través de diversas sociedades, podría permitir la liquidación de la sociedad afecta a la plantilla que se pretende desocupar, sin menoscabar la capacidad de la empresa para continuar su actividad, al mantener operativas al resto de sociedades, con el
mantenimiento del empleo inherente a la actividad productiva viable, y sin menoscabar los legítimos derechos de los trabajadores desocupados, que accederán a la cobertura del Fondo de Garantía Salarial.
Otro supuesto, a modo de ejemplo, es el riesgo que surge en la empresa como consecuencia del impago del cliente final. Así, la sociedad que contaba en sus previsiones de cobro con una facturación dada, sufrirá las consecuencias del impago de sus clientes, provocando una reacción en cadena hacia las sociedades que suministraron a ésta sus bienes o servicios.
Sin embargo, la existencia de diversas sociedades comercializadoras de los bienes o servicios de la empresa permitirá, materializado el riesgo, liquidar exclusivamente las sociedades expuestas al deudor incobrable, quedando indemnes las demás.
Este modo de gestionar el riesgo en las empresas responde a la necesidad de dotar a las mismas de suficiente cobertura jurídica para canalizar los múltiples riesgos a los que, en un escenario de crisis económica generalizada, se exponen diariamente los emprendedores.
Para ello se requiere distinguir claramente los distintos riesgos inherentes al negocio, la capacidad para constituir diversas unidades productivas, la articulación de un documento que regule las relaciones entre las distintas sociedades, con sujeción a la normativa reguladora de las operaciones vinculadas, y su Seguimiento periódico para introducir las modificaciones estructurales oportunas que requieran el devenir de la empresa.
Así, llegado el caso de considerar que una o varias de las sociedades que integran el conjunto de la empresa, no puede continuar su actividad, cabría su liquidación, bien extrajudicialmente, o bien a través de un proceso concursal, sin afectar con ello al conjunto de la actividad empresarial.
Cuando las decisiones adoptadas en la empresa se han encaminado a unificar en una única sociedad todo el riesgo empresarial, tornando en inviable la sociedad en su conjunto, la solución jurídica habitual para permitir la continuidad de la actividad pasa por solicitar su concurso de acreedores y transmitir la unidad de negocio viable, en el marco de la liquidación.
Si bien, esta solución, no exenta de dificultad, pretende paliar el daño de una planificación ineficaz de la estructura jurídica óptima de la empresa, pues haber actuado de otro modo, según se ha dicho anteriormente, habría permitido gestionar de un modo menos gravoso para la empresa la continuidad de su actividad.